La habitación número 24 de noviembre estaba ocupada por individuos envueltos en largas capas de humo. Sus relajados cuerpos descansaban en los sillones de cuero que crujían cuando alguno de ellos se movía. Algunas palabras cruzaban el ambiente pero no importaban mucho a nadie, la mente de cada uno de ellos estaba a una gran distancia de la habitación número 24 de noviembre. La fecha no importaba. Ya nada importaba. Estaban esperando. El tiempo corría, pero no para ellos. Para ellos el tiempo tan sólo era una mano de la que vendría la última visita del día. Regocijándose en su error preferían esperarla a medianoche.
Afuera la vida seguía su ritmo habitual. Los coches reducían su flujo y el silencio de la noche sólo se veía turbado por una moto sin silenciador o el ruido de los últimos trenes. Algunas jóvenes que se dirigían a una discoteca marcaban su paso con los tacones y armaban alboroto chillando por cualquier razón. Las ventanas se iluminaban de luz mostrando situaciones cotidianas. Escondidas del ojo inexperto algunas ventanas mostraban más seres cubiertos de humo, esperando. Aislados, en sus habitaciones o tal vez en grupos.
La habitación número 24 de noviembre estaba ocupada por individuos envueltos en largas capas de humo. Y por fin sonó el toc-toc de una mano golpeando la puerta. Nadie contestó. Los individuos se miraron entre ellos. Uno de ellos sacó una foto del bolsillo. Los otros lo observaron en silencio mientras se levantaba y abría la puerta. Tras mirarle a los ojos a la visita, salió de la habitación y se fue. Los individuos volvieron a mirarse entre sí, pero nadie habló. Toc-toc, pudieron escuchar todos de nuevo. No se movieron. Entonces ella entró.
Plasmados en la piedra los individuos descansan desde entonces.